Encarnación se casó con Juan Manuel de Rosas el 16 de marzo de 1813 desobedeciendo la oposición de su familia gracias al artilugio de hacerse pasar por embarazada. No hay testimonios directos de la vida de Encarnación en esos primeros años de su matrimonio. A esa etapa pertenecen los nacimientos de sus hijos, Juan en 1814, quien tendría una vida oscura sin el afecto paterno, después una niña, María de la Encarnación, en 1816, que falleció poco después, y en 1817 Manuela Robustiana, quien sería la célebre Manuelita, “la princesa federal”. En su biografía de Manuelita, Carlos Ibarguren escribió: “Su hogar paterno fue una mezcla extraña de cariño sin ternura y de unión sin delicadeza (…) Doña Encarnación era el otro ´yo´ de su Juan Manuel, con quien no tenía, a pesar de su fervoroso compañerismo, esa intimidad ilimitada de las almas que se aman. Ella fue el cancerbero que vigila, lucha y se enfurece para arrancar y defender la presa necesaria a la acción de su marido. Tenía las cualidades que faltaban a su compañero: era ardorosa, entusiasta, franca, iba derecho al objetivo que perseguía, sabía ´dar la cara´ en cualquier empresa que acometía, a diferencia de Rosas, cuyas características eran el procedimiento solapado, el disimulo, la frialdad y el cálculo minucioso”. Atendió no sólo a los intereses políticos del Restaurador sino también a los pecuniarios. A ello aludiría Manuelita años mas tarde, ante el exilio de miseria de su padre: “Pobre Mamita si abriera sus ojos y viera a su esposo querido en la miseria, despojado con tanta infamia de los bienes que ella misma y por su virtuosa humildad y economía le ayudó a ganar y a sus hijos sufriendo la privación”.
Actuó en forma brillante en las circunstancias políticas más delicadas y difíciles. Gozaba de una enorme popularidad entre los humildes, débiles y desposeídos, a los que protegía y halagaba, recibiéndolos en su casa. Como señala M. Sáenz Quesada, “(…) A ella no le interesaba la sociedad ociosa de que disfrutaban las mujeres de su clase ni las tertulias insípidas de que hablaron los viajeros; tampoco las manifestaciones de cultura, ni los libros de buenos autores europeos que deleitaban a las señoras románticas que se había enrolado en el bando unitario. Prefería admitir en su circulo a los hombres de catadura dudosa, siempre que sirvieran a los intereses de Rosas”.
Luego de haber ejercido su primer gobierno Rosas se niega a la reelección y parte a la conquista del desierto. Encarnación queda en la ciudad y se revela como una política de fuste. Pone al corriente a su marido de que se ha declarado una suerte de guerra entre las mujeres de los líderes políticos de la ciudad: “ La mujer de Balcarce, el gobernador, anda de casa en casa hablando tempestades contra mí, lo mejor que dice es que he vivido en la disipación y los vicios, que vos me miras con la mayor indiferencia, que por eso te he importado poco y nunca has tratado de contenerme; te elogia a vos, cuanto me degrada a mí, éste es el sistema porque a ellos le duele por sus intereses el perderte y porque nadie da la cara del modo que yo, pero nada se me da de sus maquinaciones, tengo bastante energía para contrarrestarlos, sólo me falta tus órdenes en ciertas cosas, las que suple mi razón y la opinión de tus amigos a quienes oigo y gradúo según lo que valen pues la mayoría de casaca tienen miedo y me hacen sólo el chúmbale”. Para entonces el partido Federal estaba dividido entre los "doctrinarios", "cismáticos" o "lomos negros", que eran los federales no rosistas, y los leales al Restaurador, los "ortodoxos" o "apostólicos".
Juan Ramón Balcarce había asumido la gobernación de Buenos Aires como consecuencia del pacto entre Lavalle y Rosas. Desde el principio comenzaron a surgir desavenencias cuando designó como ministro de Guerra al general Enrique Martínez, uno de los “lomos negros”, quien se hizo de inmediato el hombre fuerte del gobierno. Muy pronto la situación se tornó insostenible. Encarnación le escribe a uno de sus leales, el temible “Carancho del Monte”: “La acción de una logia encabezada por el ministro de guerra Enrique Martínez y el general Olazábal de acuerdo con el actual gobernador tratan de dar por tierra con el referido mi esposo (…) para cuyo efecto han tenido la perversidad de unirse a los unitarios más exaltados haciendo venir con el mismo objeto muchos de ellos de Montevideo. Espero que no se deje sorprender pues aquí estamos ya alerta para cualquier cosa y usted debe hacer lo mismo precaviéndose de las órdenes que pueda recibir de estos hombres mal agradecidos”.
Juan Manuel, a la distancia, le escribe a su mujer aconsejándole ganarse el favor de los humildes: "Ya has visto lo que vale la amistad de los pobres y cuánto interesa atraerlos. Escríbeles con frecuencia y mándales cualquier regalo. Los amigos fieles que te hayan servido, déjalos que jueguen al billar en casa". Y más tarde reitera su recomendación: “No repares en visitarlos, servilos y gasta con ellos cuanto puedas. Lo mismo que con las pobres tías y pardas honradas, mujeres y madres de lo que nos son y han sido fieles. No repares en visitarlas y llevarlas a tus paseos de campo aprovechando tu coche que para (eso) es y no para estarlo mirando”
Finalmente Encarnación resuelve actuar. Antes escribe a su esposo: "Cada día están mejor dispuestos los paisanos, y si no fuera que temen tu desaprobación, ya estarían reunidos para acabar con estos pícaros antes que tengan más recursos". Algunos días más tarde: "Yo les hago frente a todos y lo mismo me peleo con los cismáticos que con los apostólicos (…) aquí a mi casa no pisan sino los decididos". Efectivamente “su casa en la ciudad es un centro febril de actividad tejido por la heroína de la Federación. Ahí se cruzan señores de levita con hombres de poncho, "federales de categoría" con caudillos de parroquia, informantes de toda índole con el prestigioso general don Facundo Quiroga, y todos mezclados con mestizos y mulatos, negros libertos y gauchos de las orillas: la chusma que tanto escandalizaba a unitarios y cismáticos”(R. Podetti).
La oportunidad llega cuando un tribunal va a enjuiciar al propietario del diario "El Restaurador de las Leyes", órgano de prensa de los “apostólicos” rosistas. Dona Encarnación y los suyos se ponen en acción y la ciudad y sus suburbios amanecen empapelados con carteles que con letras coloradas anuncian: "Hoy juzgan al Restaurador de las Leyes". El propósito es provocar el equívoco para que la plebe crea que es al mismísimo don Juan Manuel a quien se va a juzgar. Una multitud enfurecida se congrega en la plaza de la Victoria e impide que el tribunal pueda sesionar. Salen las tropas del Fuerte para reprimir y se producen algunas situaciones de violencia. Es una revolución política con un fuerte componente de reivindicación de los derechos de los humildes que ven a doña Encarnación y a don Juan Manuel como sus representantes. Juan Cruz Varela los describirá despectivamente como una "ilustre comitiva de negros changadores, mulatos, los de poncho en general".
Finalmente gran parte del ejército se suma a la pueblada y se aclama al general Agustín de Pinedo como jefe militar de la revolución. Al amanecer del 1º de noviembre Pinedo ordena avanzar sobre la ciudad lo que decide a la Legislatura, reunida precipitadamente, a deponer a Balcarce y designar como gobernador a Juan José Viamonte. El general Enrique Martínez debe exiliarse en Montevideo.
José de San Martín desde Francia festejará la pueblada en carta a Tomás Guido del 1º de febrero de 1834: "Yo creo que los últimos acontecimientos van a poner fin a los males que nos han afligido desde el año 10, y que a nuestra patria se le abre una nueva era de felicidad (…) Concluyo diciendo que el hombre que establezca el orden en nuestra patria –sean cuales sean los medios que para ello emplee- es el solo que merecerá el noble título de su Libertador" .
A la caída de Viamonte le sucederá el interinato de Manuel Maza, presidente de la Legislatura, hasta que la masacre de Barranca Yaco hará que se sancione la ley del 7 de marzo de 1935 por la que se otorga el gobierno a don Juan Manuel de Rosas con la suma del poder público. Pero el Restaurador comunica que se hará cargo del gobierno siempre y cuando la población esté de acuerdo. Nuevamente los servicios de Encarnación y los suyos serán fundamentales para asegurar el triunfo en el plebiscito del 26 de marzo de 1835. “No las hemos de perder (a las elecciones) pues en caso de debilidad de los nuestros en alguna parroquia, armaremos bochinches y se los llevará el diablo a los cismáticos. Lo mismo me peleo con los apostólicos débiles, pues los que me gustan son los de hacha y tiza” (Carta del 13 de abril de 1834). El resultado fue aplastante: 9.316 votos a favor y 4 en contra. El supremo enemigo de Rosas, Domingo Faustino Sarmiento, reconocerá en su “Facundo”: “Debo decirlo en obsequio a la verdad histórica: no hubo gobierno más popular, más deseado, ni más sostenido por la opinión".
En los años por venir Encarnación, quien escribiera “ ¡Qué gloria sería para mi si algún día pudiera decir: más me sirvió mi mujer que mis amigos desempeñaría!”, desempeñaría un papel más apagado junto a su amado esposo, cediendo gran parte del protagonismo a su hija Manuelita.
Moriría en 1838, prematuramente, cuarenta años antes que su esposo. Lucio V. Mansilla, sobrino del Restaurador, escribiría: “A nadie quizás amó tanto Rosas como a su mujer, ni nadie creyó tanto en él como ella; de modo que llegó a ser su brazo derecho, con esa impunidad, habilidad, perspicacia y doble vista que es peculiar a la organización femenil.
Al general Pacheco el desconsolado viudo, “traspasado de un dolor intenso”, le confía: “Esa santa era la esencia de la virtud sublime y del valor sin ejemplo”. Le hace funerales imponentes que cuestan cerca de treinta mil pesos. Ciento ochenta misas. Durante su vida entera le hace decir misas, en Buenos Aires o en Southampton. Y levanta un templo en su honor, el de Nuestra Señora de Balvanera. Quiere que todos la lloren y lleven luto por ella. Viste de negro a sus criados y bufones. El ejército se enluta con un velillo negro alrededor del morrión o del quepí. El ataúd es llevado a pulso a San Francisco, donde será enterrado luego de pasar en medio de una calle humana formada por tropas a la izquierda y por eminentes federales a la derecha. Y lo acompaña una multitud de veinticinco mil personas, cifra inmensa en aquella pequeña ciudad de no más de sesenta mil habitantes, muchos de los cuales asisten espontáneamente mientras que otros lo hacen temiendo ser identificados como opositores.
En la noche siguiente, en casa del Restaurador, y sin que él intervenga, nace el famoso cintillo federal. Para demostrar adhesión y congoja ya no basta con la divisa punzó que se lleva en la solapa y los oficiales deciden agregar, sobre el luto del sombrero, una angosta cinta roja.
Los unitarios, empeñados en sembrar injurias, difundirán que Rosas no amó a su mujer, que le negó un confesor en sus últimos momentos, que no la hizo atender por un médico. Sin embardo el Restaurador escribirá a su médico, el doctor Lepper:
“Si algo es capaz de templar de algún modo el acerbo dolor que ocasiona la muerte de la que más se quiere, es el recuerdo de no haberse separado V. E. de su lado noche y día y haber sido constantemente su más cuidadoso enfermero, hasta presenciar el doloroso lance de yerla cerrar sus ojos en sus brazos”.
UN PAR DE PISTOLAS A LA CINTURA
El Marqués de Payssac, designado cónsul de Francia en Buenos Aires, opina sobre la esposa del gobernador:
“Madame Rosas es una mujer de unos cuarenta años, más pequeña que grande y no parece de buena salud; pero cuando se anima al hablar es fácil ver que tiene alma y energía si las circunstancias lo exigen. Yo no diría como un ministro del Rey que ha visitado Buenos Aires y ha escrito la historia bajo el dictado de Madame (Mariquita Sánchez) de Mendeville, mujer de un espíritu superior en verdad, pero que embellece muy fácilmente todo lo que dice para entretener a los que la escuchan, yo diré que Madame Rosas lleva un par de pistolas a la cintura lo mismo que un puñal, porque estoy convencido de que no me equivocaría si digo que si su marido o la patria estuvieran en peligro, esta mujer sería capaz de la mayor entrega y de los mayores esfuerzos que el coraje solo puede inspirar”
PEDRO ROSAS Y BELGRANO
LA MAZORCA
Lucio V. Mansilla afirmará que de no haber sido por ella su esposo no hubiese accedido a su segunda y definitiva gobernación. “Tuvieron muy buen efecto los balazos que hice hacer el 29 del mes pasado –escribe a su esposo en abril de 1834, refiriéndose a los atentados contra los generales Tomás de Iriarte y Félix de Olazábal- , como te lo anticipé en la mía del 28, pues a eso se ha debido que se vaya a su tierra el facineroso canónigo Vidal”.
Sin duda doña Encarnación Ezcurra de Rosas fue una mujer de carácter, considerando algunos que fue un anticipo de lo que en el siglo siguiente sería Eva Duarte en su vínculo con Juan Perón. Ni siquiera se dejará arredrar por Rosas, como le escribiera al “Carancho del Monte”: “Ya le he escrito a Juan Manuel que si se descuida conmigo, a él mismo le he de hacer una revolución, tales son los recursos y opinión que he merecido de mis amigos”. Tampoco se salvan los parientes: “A tu hermano Prudencio le ha entrado una defensa particular por Viamonte, como si fuera su mejor amigo (...). ¡Cuánto me alegraría que le echaras una raspa!”. Prudencio Rosas sería años más tarde uno más de los expatriados en Montevideo.
Encarnación, a quien sus enemigos ridiculizaban apodándola “la mulata Toribia” por su fealdad, fue la creadora de la temible “Mazorca” que la historia oficial identifica como un grupo parapolicial que practicaba el terrorismo de Estado. Su objetivo sería el de acabar, por muerte o por intimidación, con la oposición a su esposo. Siempre se aceptó que sus integrantes eran fascinerosos y delincuentes de baja extracción social, sin embargo entre sus miembros también se contaron Martín de Iraola, Francisco Sáenz valiente, Roque Sáenz Peña, Andrés Seguí, Fernando García del Molino, Saturnino Unzué, Juan R. Oromí y otros de la clase “distinguida”.
Máximo Terrero escribirá que la Mazorca “nació a la caída del gobierno de don Juan Ramón Balcarce y se compuso de elementos de opinión en que figuraban jóvenes exaltados a la vez que hombres serios de importancia política y social”. Quedaba así confirmada la vigorosa alianza social que sostendría la dictadura rosista: el estanciero + el gaucho.
En cuanto al nombre algunos, magnánima o ingenuamente, suponen que representaba de manera simbólica al campo argentino. Otros, más sofisticados, suponen un lúgubre juego de palabras: “más – horca”. Sin embargo, su verdadera razón era que una de las torturas preferidas por los “mazorqueros” era introducir un choclo en el ano de sus víctimas.
“Aqueste marlo que miras
de rubia chala vestida
en las entrañas se ha hundido
de la unitaria facción”.
(Rivera Indarte, en su época rosista).
José María Paz, en sus “Memorias”, dejaría testimonio: “El azote se aplicaba hasta dejar los hombres inutilizados por muchos días; las calas consistían en unas velas de sebo de muy buen tamaño, que les introducían por el ano; las jeringas eran la aplicación de unas lavativas de ají, pimientas y otras materias irritantes; ignoro si se hizo uso del fuelle, más no sería extraño”.
EL HIJO DE BELGRANO
Sabía, desde que tenía conciencia, que su nacimiento había sido azaroso. Su madre, María Josefa Ezcurra, soltera, nunca le había revelado el nombre del padre y para cubrir el estigma social lo hacía llamarla “tía”.
Pedrito fue adoptado por Juan Manuel de Rosas, a instancias de su esposa, Encarnación, hermana de María Josefa, quien les pagó siendo una apasionada federal que trabajó por la causa a la par de su hermana. La relación del niño con su padre adoptivo siempre fue excelente, tanto que, se decía, el Restaurador lo prefería a su propio hijo, el apático y medroso Juan.
-Siéntese, m'hijo.
Don Juan Manuel lo había mandado a llamar y Pedrito, que ya había ido volviéndose Pedro con la voz enronquecida, los músculos rotundos y los sentimientos en torbellino, supo que el día había llegado.
-Sí, tatita -susurró, acomodándose en el borde del banco. Se hizo un silencio mientras el Restaurador hacía anotaciones y firmaba algunos papeles que se amontonaban sobre su escritorio.
-Lindo día –volvió a decir el joven, quien nunca había tenido miedo de cruzar esa mirada que todos rehuían.
-Vamos al grano, m'hijo. Ya tiene edad para saber quién fue su padre.
Pedro tuvo miedo de no escuchar por el estrépito de su corazón. Ese hombre al que todos temían lo observaba serenamente, casi con ternura.
-Nunca juzgue mal a su madre porque es una señora de grandes virtudes. Entre éstas se cuenta su capacidad de tomar riesgos y de obedecer al dictado de sus sentimientos.
-Gracias -dijo el joven y enseguida dudó si era eso lo que debía haber dicho.
-Belgrano -estaba diciendo esa voz acostumbrada a mandar. Pedro no entendió, o no se atrevió a entender, y se quedó mirándolo.
-Belgrano -repitió don Juan Manuel-. Su padre fue Manuel Belgrano.
Había retratos de Belgrano por todas partes. En casas, en iglesias, en ayuntamientos. También en el salón de los Rosas. Era un prócer de la patria.
-Su padre fue un gran hombre, puede estar orgulloso, m'hijo. -Pedro no percibió el levísimo temblor en los dedos del Restaurador.
A continuación, ese hombre, que años más tarde lo haría coronel de sus ejércitos para tenerlo siempre cerca, hizo una seña para que se retirara. Un embajador aguardaba en el salón contiguo y Reyes, el edecán, se había asomado para recordárselo.
Cuando el joven, esforzándose para que su paso pareciera firme, iba a cerrar la puerta tras de sí, escuchó:
-De aquí en más, m'hijo, puede firmar Pedro Rosas y Belgrano.
COMO MADRE DE FAMILIA
Alguna vez la correspondencia de Encarnación planteará a Juan Manuel problemas de índole doméstica: “No hay otra cosa sino que te vienes pronto, porque me ha parecido tiempo de decirte si habrá un medio de que no venga a casa esa soldadesca infernal que te sirve como de escolta. Todos están buscando de la buena hospitalidad de nuestra casa. Han cometido toda clase de crímenes sucios y escandalosos . Mi conciencia y el saber de tu moral, lo que protege las buenas costumbres, y últimamente mi deber me deciden a esto como madre de familia. Yo creo un momento esto te parezca mal, mas aunque así fuera, yo no he hecho más que llenar mi deber, y me es bastante. A otra cosa: Juan Manuel, hasta la evidencia se sabe, en Buenos Aires, que don Vicente Lagosta, don Francisco Dechan, el capataz de Irigoyen, don Manuel Tejeda, son los ladrones de tu fortuna y la de infinitos vecinos del partido. Con el mayor escándalo roban y es intolerable”.
EL CADÁVER INCORRUPTO
“Cuando ochenta años después de su muerte su cadáver fue trasladado a la bóveda familiar de los Ortiz de Rozas en el cementerio de la Recoleta- donde en 1989 se le reunirían los restos de su esposo-el cuerpo apareció incorrupto, casi como el día que la enterraron. Relata monseñor Ezcurra: “El rostro podía retratarse con las facciones perfectas, blanco, con un blanco de cera amarillosa; los cabellos castaños brillantes cayendo en dos bandas onduladas desde la alta y amplia frente ; los ojos cerrados pero con expresión de vivos; la boca entreabierta rezando una plegaria y los vestidos intactos, el hábito blanco de los Dominicos, al cuello el escapulario de la Hermandad de los Dolores, las medias de lana blanca y los zapatos negros flamantes”(…) Este curioso hecho hace suponer a Ezcurra que se trataba de un designio divino. Era una singularidad más de la bravía esposa de Juan Manuel, exponente de la mujer política de de la clase dirigente criolla de principios del siglo pasado, tenaz, implacable y segura de sí, salvo-y en esto demostraba su inteligencia-en cuanto a la seguridad del cariño de su idolatrado esposo, ese amor difícil que había elegido a los 17 años de edad y que la había conducido a un destino extraordinario”. (M.Sáenz Quesada, ”Las mujeres de Rosas”).